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por
Miguel Ángel Molinero Polo
Nos
dicen que miles de personas han viajado a Libia y al norte de Egipto
para ver el eclipse, los hoteles han duplicado sus precios y aún así no
se encuentra alojamiento. Curioso fenómeno éste, el de la atracción por
los astros y los movimientos de los cuerpos celestes, que nos alcanza a
todos, sea cuál sea nuestro grado de formación educativa, ocupación
profesional o aficiones.
Desde
el lunes habíamos comprado unos cristales pequeños y velas. Ayer, nada
más terminar de comer, empezamos el proceso de oscurecerlos. No podíamos
esperar más. Estábamos inquietos porque si el método fallaba, no
podríamos mirar el sol hoy. En un primer momento todo parecía ir bien.
Unos segundos de exposición a la llama y se iban formando manchas negras
sobre la superficie. Por turno íbamos colocándolos sobre la llama por un
tiempo muy breve, para evitar que el calor los partiera. Parecíamos
brujos que ejecutaban un ritual. Pero el hollín así formado es solo una
capa que no se adhiere al cristal. Basta con rozarlo para que se pierda.
Tuvimos que llamar a Silvia, que estaba en Luxor, para que comprara laca
de pelo con la que intentar fijarlo –mejor no cuento los equívocos a los
que condujo la petición–. Algunas de las chicas aprovecharon la espera
para personalizar sus cristales decorando los bordes con cenefas. Con
decepción comprobamos, cuando regresó Silvia, que el sistema no
funcionaba. Teníamos una bonita colección de vidrios ahumados que no
podíamos tocar de ninguna manera. El traslado a la excavación esta
mañana, cada uno con una servilleta en la mano con la que proteger su
oscuro tesoro, no ha dejado de resultar curioso.
Sobre
la hora del eclipse nos daban noticias contradictorias. Algunos
periódicos locales aseguraban que empezaba a las 10.30 y otros que no
sería hasta las 12.00. Sobre su duración tampoco había acuerdo. Las
fuentes que daban la hora más tardía parecían las más fiables.
Segunda
inquietud del día. Que el cielo siguiera tan despejado como al amanecer.
Silvia
y yo estábamos colacionando copias a mano –corrigiéndolas ante el
original– de los textos del patio de Pabasa, cuando nos pareció que
había una ligera reducción de la luminosidad. Para el epigrafista la luz
es un elemento de trabajo fundamental; nos servimos de ella como un
instrumento más, moviéndola con espejos, produciéndola con lámparas,
ocultándola con paneles. En un espacio tan angosto como ese patio, la
más ligera disminución lumínica se percibe con claridad. Subimos su
centenar de escaleras con toda la rapidez que pudimos, armados con
nuestros cristales, y al llegar a Harwa ya estaban nuestros compañeros
en el patio de la tumba, mucho más amplio que el de Pabasa, nerviosos
con el inicio del fenómeno. Poco a poco, con una lentitud exasperante
–al menos para mí– el sol iba reduciéndose. Los que ya han vivido un
eclipse ya saben lo que sucede: la temperatura empieza a bajar, la luz
va disminuyendo, a los espectadores empieza a invadirles una sensación
de trascendencia… mientras hablábamos de astronomía egipcia, de
sacerdotes que contemplaban el cielo, del sol y las constelaciones,
empezaba a invadirnos una mayor ansiedad ¿cuánto se oscurecería el día,
sabiendo que en Luxor la reducción sería solo del 80%?
Al
fin, estamos en Egipto. En el momento de mayor pérdida del sol, tras más
de una hora de espera, ha llegado un taxi con unos turistas. Mientras
éstos bajaban a la vecina tumba de Kheruef, el taxista ha decidido
mostrarnos, orgulloso, la potencia de los altavoces de su radio.
Nuestros trabajadores, que estaban con nosotros para utilizar nuestros
cristales, no se han dejado humillar y han encendido su transistor.
Canciones de amor en una emisora, oraciones en otra. Adiós misticismo.
Por
cierto, una reducción del 80% significa una cierta pérdida de
luminosidad. Nada más. No nos ha rodeado la oscuridad.
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LA FOTO
DEL DÍA |
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