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por
Miguel Ángel Molinero Polo
La
tarea del epigrafista quedaría incompleta sin la colaboración de otros
especialistas. En días pasados he comentado la necesidad del trabajo del
fotógrafo y de la arquitecto para empezar –y en años próximos concluir–
la copia digital de las inscripciones de la tumba de Harwa. El sábado
han concluido su estancia con nosotros los dos restauradores de la
Misión, Sophie y Bruno, ambos franceses.
Su
actuación principal, esta campaña, era la consolidación de uno de los
pilares del pórtico de entrada. Cuando se descubrió, estaba partido en
varios bloques, siguiendo fracturas verticales, lo que permitió que
pudieran ser mantenidos mediante abrazaderas. Su labor era importante
como prueba de método, pues ya hemos visto que la mayoría de los pilares
que están aún enterrados en el patio y cuya parte superior empieza a
aflorar tras las primeras excavaciones, se encuentran en el mismo
estado. El pilar del pórtico tiene una ventaja para empezar a trabajar
con él, y es que no está decorado, mientras que la mayoría de los demás
sí lo están y la tarea con ellos tendrá que ser más delicada.
Como
segunda labor tenían asignada la limpieza de los relieves y textos del
vestíbulo. Cuando entramos en 2004 –antes estaba siendo utilizado por el
Supreme Council of Antiquities como almacén–, encontramos sólo un
pequeño número de bloques de pared, insuficientes para completar todas
las lagunas. Probablemente, al ser la entrada a la tumba, haya sido la
parte saqueada más intensamente en el s. XIX. Esto hace que toda la
información sobre su programa decorativo, que estaba concluido de suelo
a techo, tengamos que obtenerla de los escasos restos que quedan in
situ. Pero las paredes están muy deterioradas por las sales, lo que
convierte en vital el trabajo de los restauradores para que podamos leer
sus textos y relieves. Además, tan pronto como empezaron a limpiar,
todos los epigrafistas que cruzábamos por el vestíbulo les señalamos un
signo jeroglífico rarísimo: un carro de guerra, representado con todo
detalle. Cada vez que pasábamos, girábamos involuntariamente la vista
hacia el signo, y aunque no les dijéramos nada, se daban cuenta de
nuestro interés y nos miraban con ojos que decían: “tranquilidad, todo
va bien ¡pero no nos agobiéis!”.
Para
alegrar la despedida, en la cena hemos decidido acabar el cargamento que
nos quedaba de la comida traída de casa. Quesos de Fuerteventura,
almogrote gomero, chorizo de La Palma y algunas exquisiteces italianas
han sido concluidos como cierre de su estancia y como una forma de
decirles que les esperamos en el Archipiélago.
¡Ah!
El carro de guerra ha quedado limpio. No sé si les habríamos dejado irse
sin terminarlo…
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